La laboriosidad y la mortificación que ejercitó la Sierva de Dios durante toda su vida podrían hacer pensar que ella era una persona triste o adusta. Sin embargo no corresponde a la realidad. Los testimonios la describen como una persona jovial con una dulzura característica que la hacía ganar el cariño y respeto de la gente. Incluso en los momentos difíciles por los que atravesó supo mantener una gran serenidad y cordialidad que brotaba de una espiritualidad de entrega al Señor que le llevaba a hacer el bien y amar a sus prójimos.
Virginia tenía un rostro sereno, limpio, que reflejaba la pureza de su alma y también su profunda humildad para soportar los contratiempos de propios y extraños, no aparecer como primera figura en ninguna de sus obras; a ello se debe añadir las largas horas de oración ante el Sagrario, su tierna devoción a la Virgen Santísima que explicarían de alguna manera el cariño y la admiración de cuantos la conocieron su vida sencilla de apóstol. Siempre me llamaba la atención el modo de ser de Virginia, su dulzura, esa sonrisa permanente en el momento que fuera. Su expresión mostraba un dominio perfecto de sus tristezas interiores. Virginia tuvo que soportar varias cruces en el seguimiento de Jesús, entre ellas la cruz de la salud, de sus malos entendidos con sus hermanas María Luisa y Alicia, con algunas personas envidiosas o criticonas, incluso dentro de las mismas obras de apostolado, pero todo eso lo sabía aceptar incluso con alegría, sabiendo que eran cruces que el Señor le mandaba.
Sabía disfrutar también los momentos alegres de la vida como los cumpleaños de sus colaboradoras, invitando a su casa a una sencilla celebración siempre con un sentido de sobriedad dentro de ese marco de sencillez evangélica en que ella vivía y el cual transmitía a otras personas. Incluso atraía su figura y modo de caminar distinguido y al mismo tiempo humilde. Irradiaba bondad, viviendo en el mundo sin ser del mundo con una entrega total al Señor y al servicio de las personas necesitadas. Sobre todo la Sierva de Dios atraía por la dulzura y suavidad al hablar de Dios con ímpetu y felicidad desbordante que se traslucía en su rostro, en los ojos y en sus gestos llenos de bondad. Virginia, además, era muy humana y poseía un fino sentido del humor benevolente. Supo combinar un agudo sentido de observación con la sana alegría de trabajar en la Iglesia al servicio del Obispo. Un ejemplo de ello son las poesías humorísticas que escribía y recitaba en algunas celebraciones festivas. En una de ellas titulada Tomaduras de pelo espirituales presenta jocosa y cariñosamente a cada uno de los membro del Equipo de Reflexión Teológico-Pastoral, formado en enero de 1971 por el Obispo de Cochabamba.
Una socia de Acción Católica que colaboró con Virginia ya anciana la describe así: La recuerdo menuda, pálida, con escaso cabello blanco, siempre vestida muy sencillamente de gris. Hablaba con una voz muy suave y sin embargo transmitía una gran fuerza. Tenía un fino sentido del humor y a la vez era severa; cariñosa y exigente; frágil pero nada vulnerable, al revés, mostraba una voluntad de hierro y se exigía mucho a sí misma.
La clave de la alegría de Virginia era su profunda espiritualidad centrada en Dios que le llevaba a buscar la virtud, con la convicción de que todo lo demás es pasajero. En una libretita “Mi Soledad” escrita en sus años juveniles, Virginia revela sus sentimientos más profundos, mostrando la diferencia entre la alegría profunda de Dios que llena su corazón y las alegrías pasajeras: He visto perfectamente que lo único que me llena es Dios; y en lo único que realmente me complazco es en la virtud y en Dios, puesto que todos los demás gustos y alegrías, aun indiferentes, si no son dirigidos a Dios, pasan muy pronto y se derrumban pronto con el menor soplo de viento a la manera de los edificios construidos sin cimiento o con cimiento de arena”.